El ómnibus iba lleno como suele ir a esas horas de la tarde. Como mucha otra gente, viajaba de pie cuando la señora de negro se levantó dispuesta a bajarse, dejando un lugar disponible a mi alcance. En ese instante, me encontré con la mirada de un hombre que estaba parado a mi lado. Ambos nos observamos y descubrimos en el otro la intención de lanzarnos sobre aquel asiento, conscientes de que solo uno podría alcanzarlo.
Entonces recordé cuando de niño solía jugar en los cumpleaños al juego de la silla. Un montón de chuiquillos caminando en círculo, en torno a un montón de sillas agrupadas, conscientes de que la música podía detenerse en cualquier momento y que deberíamos correr a ocupar una silla, ya que no habría lugar para uno de nosotros, por lo que indefectiblemente alguien quedaría excluido del juego.
De alguna manera obscura y secreta, aquel juego se repite hasta nuestros días; ha logrado instaurarse casi imperceptiblemente a lo largo de nuestra vida. Vivimos en un sistema que por naturaleza tiende a no tener sillas para todos, que nos empuja en una carrera desesperada por no quedarnos afuera del juego, nos tiene caminando en círculos, preocupados y conscientes de que la música puede detenerse en cualquier momento y que deberemos correr y a empujones hacer lo posible por conseguir un lugar que nos permita seguir en carrera.
Irónicamente y a pesar de lo perverso del sistema, podemos sentirnos orgullosos y brindar en banquetes mientras nos jactamos de la eficiencia del mismo, si conseguimos que solo algunos cientos de miles queden por fuera del juego.
Me sorprende que sigamos jugando con el mismo grado de inmadurez que cuando éramos solo unos niños, sin importarnos, realmente, aquellos que van quedando sin lugar, me sorprende la falta de cuestionamiento y de solidaridad, ya que en lugar de continuar con esta carrera absurda, deberíamos detener la marcha y hallar la forma de jugar un juego que no tenga por principio la eliminación de aquellos que en el participan.
Entonces recordé cuando de niño solía jugar en los cumpleaños al juego de la silla. Un montón de chuiquillos caminando en círculo, en torno a un montón de sillas agrupadas, conscientes de que la música podía detenerse en cualquier momento y que deberíamos correr a ocupar una silla, ya que no habría lugar para uno de nosotros, por lo que indefectiblemente alguien quedaría excluido del juego.
De alguna manera obscura y secreta, aquel juego se repite hasta nuestros días; ha logrado instaurarse casi imperceptiblemente a lo largo de nuestra vida. Vivimos en un sistema que por naturaleza tiende a no tener sillas para todos, que nos empuja en una carrera desesperada por no quedarnos afuera del juego, nos tiene caminando en círculos, preocupados y conscientes de que la música puede detenerse en cualquier momento y que deberemos correr y a empujones hacer lo posible por conseguir un lugar que nos permita seguir en carrera.
Irónicamente y a pesar de lo perverso del sistema, podemos sentirnos orgullosos y brindar en banquetes mientras nos jactamos de la eficiencia del mismo, si conseguimos que solo algunos cientos de miles queden por fuera del juego.
Me sorprende que sigamos jugando con el mismo grado de inmadurez que cuando éramos solo unos niños, sin importarnos, realmente, aquellos que van quedando sin lugar, me sorprende la falta de cuestionamiento y de solidaridad, ya que en lugar de continuar con esta carrera absurda, deberíamos detener la marcha y hallar la forma de jugar un juego que no tenga por principio la eliminación de aquellos que en el participan.