domingo, 31 de octubre de 2010

Los Hombres Justos





Pienso en “los hombres justos” como en una utopía, como un ideal que está por encima incluso de los hombres honestos o de esos hombres que, como dice Bretch, por luchar toda su vida, se vuelven imprescindibles para la sociedad.

Mi amigo Alfredo decía con aflicción, “…los hombres justos no sé que harán, pero que ayuden a tu cuñado, ay… María Pilar…”

La idea de un hombre justo, superior, desarrollado y perfecto espiritual, moral e intelectualmente, es un concepto filosófico tratado en reiteradas oportunidades. Las distintas elaboraciones dialécticas, difieren según las distintas tendencias históricas, religiosas y políticas.

Procurando una elucubración objetiva y desprovista de cualquier incidencia ideológica, intento concebir al hombre justo como algo abstracto, como un ideal, fuente de inspiración y de modelo al que deberíamos remitirnos, procurando alcanzarlo a través de nuestra elevación espiritual e intelectual.

Parece imposible, ser enteramente ese hombre justo, uno puede ser noble, puede actuar de manera justa, pero ¿estamos seguros de haber actuado siembre con sabiduría, sin haber cometido un error o una injusticia? Las relaciones sociales son tan complejas, la vida nos ofrece una gama tan amplia de elecciones, que en el ejercicio de nuestro libre albedrío parece difícil, sino imposible, estar seguros de que habremos de actuar siempre con justicia y sin errores.

Me rehúso a pensar que es justo aquel que pudiendo ser injusto decide no serlo; del mismo modo, comprendo que puede ocurrir que sufra más quien comete una injusticia que quien la recibe, pero creo menester ser tajante y separar claramente uno de los otros.

En estos tiempos en que todo es banal y confuso, en que parece que no quedan certezas y da la sensación de que todo es válido y relativo, entiendo imprescindible comprender la obligación moral que cargamos, ser conscientes del desafío implícito que existe en cada decisión que tomamos, entre escoger el camino más fácil o el camino que nos lleva a la construcción diaria de ese hombre justo que reside en nosotros.

miércoles, 6 de octubre de 2010

De a poco para que no se note


Siempre me ha preocupado un hecho que acontece a diario en la sociedad, y es como pueden generarse grandes cambios (de aquellos que perjudican a la gente) si son introducidos gradualmente. Cambios que si se produjeran de un modo más radical provocarían un rechazo de inmediato, que impediría por completo su continuidad o fijación, pero que al ser insertados de una manera dosificada, consiguen ir introduciéndose en la sociedad hasta que ya es demasiado tarde para impedirlo o lo que es aún peor, terminan siendo asimilados como algo natural.

Seguramente los psicólogos sepan explicar o fundamentar con alguna doctrina este acontecimiento; pero si nos aventuramos un poco en el tema, podemos advertir algunas cuestiones, como lo innecesario de esto si el cambio en cuestión fuera un cambio positivo, ya que podría darse de un momento a otro que la gente lo asimilaría de buena manera, sin necesidad de tiempo para adaptarse.

Sin embargo, cuando se trata de cambios negativos, parece de rigor o al menos más eficaz, una inserción paulatina, gradual, de modo que a través de una evolución sutil y continuada, se pueda llegar al cambio real que finalmente se pretende instaurar.

Una película que muestra de manera muy gráfica esta situación (además de otras grandes virtudes del film, amén de las eventuales divergencias históricas) es “El Pianista”. Allí, el protagonista, sufre con incertidumbre la invasión nazi en Polonia. La gente no sabe bien que cosas van a cambiar o si es que iba a darse algún cambio. Entonces, se toman las primeras medidas tales como la prohibición de la concurrencia de los judíos a ciertos lugares públicos o el hecho de que debieran caminar por la calle y no por la vereda como el resto de las personas. Ya fuere por la esperanza de que ese hecho no perdurara en el tiempo, o por lo viable de adaptarse a ello, la gente asimiló este cambio sin advertir que no era nada en comparación con lo que realmente se pensaba instaurar.

Nuevas medidas fueron instrumentándose luego, más severas, como el uso obligatorio de la estrella de David para la distinción (noten que no he dicho discriminación, sino “distinción”) de los judíos, o el traslado en masa de todos hacia un lugar dónde se suponía serían reubicados, sucediendo más tarde lo que todos ya sabemos. Pero claro, para llegar a este cambio tan brusco como el de tener que verse obligados a abandonar sus casas, incluso cooperando para ello, la gente había ido asimilando previamente una serie de cambios que de alguna forma la habían dejado más predispuesta para aceptar este hecho, que seguramente hubiera encontrado gran resistencia si hubiera sido el primero en intentar generarse.

Así, a diario, una infinidad de casos como estos pasan inadvertidos para nosotros, y luego, se convertirán a través de la reiteración como algo “natural” a lo que finalmente nos adaptaremos.

Me pregunto que hubiera pasado antaño, cuando casi no habían robos, si nuestros abuelos se hubieran despertado y al salir a la calle se hubieran encontrado con todas las casas enrejadas como pasa hoy en día, o hubieran visto de un día para el otro la cantidad de niños que hoy viven en las calles o revolviendo los contenedores de basura. Existen, además del tiempo, muchos factores que facilitan la instrumentación de estos cambios, recursos intelectuales e inmorales como el de llamar “clasificadores” a los que revuelven la basura, una mejora notable con respecto a su antigua denominación, de “bichicome” que además de ser despectiva, nos remitía con mayor inmediatez al problema en cuestión que a toda costa se pretende ignorar; cosa que no sucede tan fácilmente al decir hurgador, ya que no produce el mismo rechazo por nuestro cerebro, en algunos casos incluso llega a no registrar esta información, o en los más domesticados, nos devuelve un dejo de imagen confusa pero de alguien feliz y ocupada en alguna digna y extraña labor.

Por todo esto, pienso que debemos ser muy críticos y tener toda nuestra sensibilidad al servicio de este cuidado, como un centinela que no descansa, consciente de los peligros que lo acechan frente a un descuido; predispuestos a alzar la voz o a detener la macha ante los menores indicios.